LUGARES EN ENTRE RÍOS
El gobierno argentino les daba ventajas como inmigrantes, pero no les permitía vivir en aldeas. Por qué les decían “vizcacheros” y cómo lograron sobrevivir y llegar a tener más de dos millones de descendientes.
Los Alemanes del Volga llevan ya 143 años en la Argentina: los primeros llegaron en 1878 y el último contingente data de 1923. A lo largo del tiempo fueron fundando aldeas y colonias en Entre Ríos, Santa Fe, Buenos Aires, La Pampa y Chaco, que contribuyeron en grande al progreso de nuestro país. Sus más de dos millones y medio de descendientes honran y cultivan las costumbres y tradiciones de sus ancestros como el primer día.
La Chacra 100
A comienzos de 1878, 1005 alemanes del Volga arribaron en dos barcos a vapor a Diamante, que por entonces no era un puerto sino apenas un atracadero a orillas del Paraná. Cargando sus pertenencias en precario equilibrio, hombres, mujeres y niños bajaron a tierra firme por una angosta rampa de madera, las botas empapadas por el agua y la mirada fija en el horizonte. El 29 de enero iniciaron la marcha por sendas entrerrianas hacia el territorio que luego conformaría la Colonia General Alvear. La mayoría lo hizo a pie: solo había un par de carretas para los ancianos y los bártulos. Y como tampoco había puentes, tuvieron que cruzar el arroyo Ensenada por el Paso de las Vacas. Iban rumbo a la Chacra 100, donde vivieron hacinados en tres galpones durante varios meses hasta que el gobierno argentino les permitió instalarse como ellos sabían y querían: en aldeas.
¿Por qué se llamaban “Alemanes del Volga”?
Todo empezó en 1763, cuando tras la devastadora Guerra de los Siete Años, la zarina Catalina II, apodada La Grande, propició la migración desde el territorio de la actual Alemania y países limítrofes hacia la región del Volga, en la inmensa estepa rusa. El convite conllevaba grandes beneficios para quienes lo aceptaran: exención de impuestos y del servicio militar, libertad de culto y de lengua, maestros propios. Alentados por la oportunidad, 30.000 alemanes procedentes de Franconia, Renania, Hesse, Palatinado y Wurtenberg abandonaron los principados hacia 1775-1776. Viajaron en barco por el norte hasta San Petersburgo y desde allí recorrieron a pie o en carretas los 3000 km que los separaban del Volga Medio. Solo 25.000 llegaron a destino y erigieron más de 200 prósperas aldeas a ambas márgenes del río: de allí que se los conozca, hasta hoy, como “alemanes del Volga”. Sin embargo, en 1874 el zar Alejandro II no solo decidió quitarles las ventajas otorgadas por Catalina sino “rusificarlos”, un avasallamiento que no estaban dispuestos a tolerar. Al mismo tiempo, Argentina buscaba poblar sus campos todavía agrestes y en 1877 el gobernador de Entre Ríos, Ramón Febre, ofreció 20.000 fértiles hectáreas para recibir a los migrantes que al año siguiente se instalarían en la flamante Colonia General Alvear.
Antiguas tradiciones
“¿Qué habrán sentido nuestros ancestros al contemplar el verdor exuberante de estas tierras, ellos que venían del crudo invierno ruso, abrigados con gorros y casacas de piel?” La pregunta de Darío Wendler –guía referente de historia, patrimonio y cultura– queda flotando. Descendiente en tercera generación de aquellos pioneros, Wendler sugiere una clave para su supervivencia: “La vida de los alemanes del Volga giraba y aún gira en torno al trabajo, la religión y la educación. Por eso nuestros edificios más importantes son la escuela y el templo”. La iglesia católica de Valle María –una de las cinco aldeas fundadas en 1878– atestigua la devoción de los colonos. Según crónicas de Nicolás Gassmann, la primera construcción fue de adobe, con techo de caña tacuara trenzada con cuero de yeguarizo. Para edificar la segunda, en 1886, cada familia aportó dos mil ladrillos y 100 pesos y hubo que traer arena en carros desde el Paraná. La actual, de estilo ecléctico, luce en el ábside un espléndido mural de la paranaense Amanda Mayor.
Entre las numerosas figuras destaca Santa Josefina Bakhita, una sudanesa esclavizada y tres veces vendida, la única retratada que mira a los fieles (quizás invitándolos a orar, quizás diciéndoles “yo soy una de ustedes”). Las casas más antiguas de Valle María, y de todas las aldeas vecinas, llaman la atención por sus techos de chapa a cuatro aguas (aptos para soportar fuertes nevadas) y porque no tienen puertas a la calle; solo ventanas, casi siempre cerradas. “Los antepasados debían vérselas con los kirkisios y los calmucos, dos tribus semisalvajes descendientes de los hunos que los atacaban para robarles. Por eso levantaban las casas en las esquinas, con una entrada estrecha al costado para que no pasaran los caballos. Y nosotros mantuvimos la costumbre, porque al principio los criollos, curiosos y quizás alarmados por nuestra presencia, se pavoneaban con el facón cruzado a la espalda y cara de pocos amigos”, sonríe Darío.
Dos museos regionales custodian el pasado de los Alemanes del Volga por estos pagos: Nuestras Raíces Alemanas, en Spatzenkutter, e Hilando Recuerdos, en Valle María. Ambos conservan utensilios domésticos y herramientas de trabajo, cartas, fotos enmarcadas y algo descoloridas, armonios y órganos de iglesia, baúles, finísimas cruces de hierro que perdieron su lugar en el cementerio, descardadores de lana apelmazada, moldes de chapa del Cordero de Dios que supieron adornar la mesa navideña, “alfileres de gancho” para trasladar la carne recién comprada, triciclos, pesadas waffleras de hierro, imágenes sacras salvadas de la quema posterior al Concilio Vaticano de 1962. El pasado continúa vivo en las costumbres y tradiciones del presente, en la música de los acordeones, en las polkas y schotis que los descendientes de aquellos precursores no se cansan de bailar, en las alegres y ruidosas fiestas populares como la del Carro Verde en Salto. Y por supuesto, en la comida.